El buen yantar
Uno de los grandes atractivos del
veraneo valdivielsano era la posibilidad de comer
cosas diferentes. En el valle había alimentos que, o bien en Bilbao no
existían, o eran en el pueblo de mejor calidad y tenían un sabor mucho más
rico. Ya lo decía Antonio de Guevara en su libro Menosprecio de Corte y alabanza de aldea (1539):
«Pues ¿qué diremos de los
mantenimientos y yantares de que se puede gozar en la aldea? Lo primero de
todo, el pan. En la ciudad se come el pan mal lleudado[1],
quemado, avinagrado o mal cocho; en la aldea no. En la aldea comen el pan de
trigo candeal, molido en buen molino, ahechado[2]
muy despacio, pasado por tres cedazos, cocido en horno grande, tierno del día
antes, amasado con buena agua, blanco como la nieve y fofo como la esponja.»
Aunque suscribo en gran medida estas
palabras del cronista de Carlos V, he de matizar que en Quecedo
no siempre comíamos pan “tierno del día
antes”. Las hogazas, envueltas en telas de algodón o lino, tenían que durar al
menos una semana y, pasados unos días, quien no gozara de una fuerte dentadura
no tenía más remedio que mojar el pan. No era raro ver en la calle a algún crío
empapando el chusco de la merienda en el agua de la agüera, y en la mesa
tampoco extrañaba que los comensales metieran trocitos de pan en sus vasos de
vino o, al menos, el borde de la rebanada, pues la corteza podía estar bastante
correosa. De cualquier manera, el sabor seguía siendo excelente, porque el
aroma de aquellas hogazas se hacía incluso más concentrado y delicioso con el
paso de los días. Dicho esto, hablemos de las viandas a las que solía acompañar
tan rico pan.
Todos los veranos,
concretamente el 2 de julio, al atardecer, podía verse una curiosa comitiva que
avanzaba por la carretera desde Población a Quecedo.
En cabeza iban tres hombres llevando cada uno de ellos un hermoso jamón al
hombro. Detrás caminaban tres mujeres portando unas cestas de las que salían
ricos olores a chorizo y lomo embuchado. Cerraban la
comitiva unos cuantos niños alborotados y deseosos de llegar a casa para ver
cómo se realizaba el solemne ritual de empezar los jamones, que era preludio de
una sabrosa cena de huevos fritos con jamón. Los torreznos serían para el
desayuno, mientras que los chorizos y lomos podrían alegrar el pan de la
merienda. Y entre una cosa y otra habría fruta, mucha fruta, para bajar el
colesterol, aunque en aquellos tiempos remotos este fastidioso compuesto
orgánico aún no se había inventado, por lo que nadie lo tenía ni alto ni bajo.
Además, lo habitual era comer los deliciosos embutidos viendo al otro lado de
la ventana a los cerditos que hozaban felices en el barro junto a la agüera.
Algo de penita sí que nos daba pensar en su triste destino, pero, al menos, en
aquella época se sabía siempre de dónde venía lo que comíamos.
Durante años la tía Ciana, hermana de mi abuelo Valentín, se encargó de curar
cada invierno cuatro jamones destinados a su hermano y a los tres hijos de
este, y lo mismo hacía con los lomos y chorizos que, junto con los jamones,
pasaban meses curándose en su casa de Población, en una cocina muy negra, con
fuego bajo, en la que entrábamos el primer día del veraneo como quien accede a
la antesala del cielo, pues allí olía que daba gloria. Cuando Feliciana decidió que ya estaba muy mayor para esta tarea,
le pasó el relevo a su vecina Angelita. Esta tenía una taberna y se dedicaba a
preparar embutidos de una forma más profesional, aunque no más esmerada que el
arte de la tía Ciana. En una habitación contigua a la
tasca nos mostraba Angelita una gran cantidad de jamones colgados del techo, y
recuerdo que pasaba de uno a otro clavándoles una fina varilla que mi abuelo,
mi padre y mi tío olían con mucha concentración, comentando entre ellos la
calidad de este o aquel jamón, o si el olor indicaba que estaban más o menos
curados. Cuando había dudas, la infalible nariz de mi abuela Juana decidía el
veredicto final. Los lomos embuchados y los chorizos se olían sin necesidad de
varilla, y se palpaban y sopesaban a mano para elegir las piezas. Una vez finalizada
aquella ceremonia, emprendíamos el regreso a Quecedo
con los embutidos seleccionados, siendo este paseo muy ameno, pues toda la
gente que nos veía cargados con tan magníficas viandas hacía comentarios, unas
veces admirativos y otras jocosos, salpicando las frases con aquellos tacos tan
sonoros que aumentaban considerablemente la expresividad del habla valdivielsana, pero que a los niños no se nos permitía
repetir. En esencia oíamos cosas como “hay que ver el hambre atrasada que
traéis de la capital” o lo de “ya os pondréis hermosos, ya, con tanto comer y
tan poco trabajar”. Pero no conseguían quitarnos el apetito. Y tampoco eran los
autóctonos un modelo de frugalidad. Recuerdo que para mí lo más apetecible era
un tocino muy salado y muy blanco que solían merendar mis amigos y vecinos. Yo
lo miraba siempre con envidia, porque me encantaba todo lo que tuviera mucha
sal y, además, en mi casa nunca lo había. Así pues, tenía que solucionar esta
carencia haciendo un trueque: el chorizo o el lomo de mi bocadillo a cambio de
aquel tocino que, como toda fruta de huerto ajeno, me sabía a gloria bendita.
Con los estrictos y
despiadados criterios dietéticos actuales, podría parecer que lo nuestro no era
eso que llaman ahora “vida sana”. Pero hay que tener en cuenta que, en aquella
época de finales de los 50 y principios de los 60, los padres y los abuelos
tenían muy cercanos en el recuerdo los años del hambre, del racionamiento (que
duró hasta 1952) y del estraperlo. Habían sido años de escasez en los que los
gerifaltes del régimen y sus acólitos acaparaban los alimentos y traficaban con
ellos a gran escala, mientras otros lo hacían al por menor para sobrevivir,
pero todos exigiendo precios desorbitados. Por ejemplo, en el caso del pan
blanco vendido de estraperlo se solía llegar a multiplicar por diez el precio
oficial. Una de las consecuencias de tan enorme corrupción alimentaria eran
aquellos niños raquíticos, desnutridos o simplemente flacos para los cuales
cualquier enfermedad infecciosa podía ser mortal, pues, al no tener reservas,
eran incapaces de sobrevivir a un ayuno de varios días y, además, el
antibiótico que podía ayudar a sus débiles defensas fue durante muchos años un
artículo de lujo que se compraba en el mercado negro. Así se entiende que,
teniendo reciente este terrible pasado, nuestros padres, y sobre todo los
abuelos, disfrutaran viendo a sus niños rollizos, con los papitos bien inflados
y algún que otro michelín o rosquillita
en piernas y brazos.
Cuando yo estaba en Quecedo con mis abuelos, estos me daban a diario leche de
cabra. Se la compraban a nuestra vecina, la señora Paca, que era la madre de
Julián, el pastor, y esposa de Felipe, el guarda forestal. Lo que más recuerdo
de Julián es el impresionante zurrón de piel de cabra que llevaba en bandolera,
además de la potente voz y los fuertes silbidos con que gobernaba el rebaño.
Era rubio y de ojos azules, igual que su hermana Lipa. Llegaba al anochecer,
dejando repartidas por el pueblo las cabras de todos los vecinos. Las suyas se
quedaban un rato en la calle, junto a nuestra casa. Eran preciosas, pero
también muy ariscas. Les gustaba embestir y no tenían humor para juegos: más de
una vez me hicieron rodar por el suelo. La señora Paca se sentaba a la puerta
de su casa y empezaba a ordeñarlas, ayudada casi siempre por su hija Lipa o por
el propio Julián. Aunque mis abuelos
tomaban siempre leche de vaca, compraban todos los días por lo menos un
cuartillo de leche de cabra exclusivamente para mí, ya que en su opinión los
niños, para crecer bien, necesitaban beber una leche más nutritiva. Yo me
tomaba muy a gusto aquella rica y cremosa bebida, que más bien parecía un
batido. La capa de nata que se formaba al hervirla era muy gruesa y, cuando me
la daban sobre una rebanada de pan, era como comer una loncha de queso fresco.
Y, ¿qué decir de las natillas, el arroz con leche, las tostadas, la bechamel o
las croquetas? Si con la leche auténtica de vaca ya eran una maravilla,
resultaban sublimes con la textura y el sabor que adquirían al añadirse leche
de cabra, de aquellas cabras que se pasaban el día entero pastando en unas
peñas llenas de arbustos aromáticos.
Pero la leche de cabra era una delicia que
solo se podía disfrutar hasta la llegada de mis padres, porque, según ellos,
existía el riesgo de contraer la fiebre de Malta. Este temor generalizado había
acabado definitivamente con el consumo de leche y quesos de cabra en Bilbao
(hasta que estos últimos empezaron a comprarse en Francia). Sin embargo, según
mi abuelo, la leche producida en Valdivielso nunca había hecho mal a nadie, y
su mejor argumento era el espléndido aspecto físico que tenía yo después de
pasar mes y medio tomando alimentos nada pasteurizados. Ahora bien, si es
verdad que “de lo que se come, se cría” y que “la cabra siempre tira al monte”,
a nadie podía extrañar que mi comportamiento en aquellos días fuera un poquito
salvaje. Era mi manera de gastar calorías. En menos de un par de meses en el
pueblo, los vestidos se me habían quedado cortos, pero más holgados en la
cintura. Mi abuelo Valentín sabía bien lo que sucedía en el valle. Siempre
decía: “¡Esto es un sanatorio!”. Aunque también solía exclamar resignado: “¡La
mi niña es un potrillo!” Y, en ambas cosas, tenía más razón que un santo.
Pero esto no puede
terminar aquí. ¿Acaso no habría que hablar también de lo que comíamos gracias a
las huertas y los frutales valdivielsanos, y de todo
lo que, sin cultivarlo, nos daba la madre naturaleza? Como dicen en los
folletines, no se pierdan el próximo capítulo. (Continuará.)
Mertxe García Garmilla